jueves, 3 de diciembre de 2015

anti corrupción



De qué manera nos corrompemos el alma? De qué manera corrompo yo la mía?

De qué manera nos alejamos de nosotros mismos? Cómo es que nos las ingeniamos para mentirnos?

Se debería empezar por no ser fanático de nada. Ni siquiera de esto que estoy diciendo, ni siquiera de ser fanático de nada. No es tibieza. Podemos sentir convicción, compromiso, pasión. Incluso amor. Pero la vida ya no se va en ello. Porque el amor y la pasión son herramientas que corren dentro, herramientas que pueden ser usadas para corromper diversas otras cajas fuertes, llamadas "los otros".

En la no-corrupción del alma, la  vida ya no se va en nada, y no es que el amor sea menos por eso. Es más. Estamos ganando todo el tiempo, conectados. Antenas receptivas girando sobre nosotros mismos. Mirándonos a todos, eligiéndonos a todos.

Ser piedra quieta y tibia. El lomo al sol. Faraones de la salud mental que vibra desde los capilares. Tampoco hay que creerlo. No nos fanaticemos con ninguna de las verdades que nos contamos. Ni la que nos cuenta la tele, que en realidad es propaganda. Y no hablo de los cortes, todo el tiempo es propaganda. Propaganda de no hacer propaganda. Propaganda hagámonos un poco igual porque tampoco queremos ser anti.

Las palabras se juntan y como que ya no dicen tanto, ya no es tan importante. Ya no hay nada que decir ni que vender. Nadie a quien convencer. Ya estamos demasiado convencidos de no estar convencidos de nada, de ser bígamos de todo lo que existe. Nos parecemos más a nuestra alma que en realidad ya está recontra de vuelta, por eso nos encontramos. Estamos donde queremos estar. Somos este momento que estamos viviendo y lo de ayer ya le pasó a otra persona, que antes conocíamos como nosotros. Nosotros, seamos fanáticos de nada y de todo también.





Quinto Congreso Solvey

 https://www.youtube.com/watch?v=dcLtTB0xXOU 


EL HOMBRE, de Ray Bradbury

El capitán Hart se detuvo en la puerta del cohete.
-¿Por qué no vienen? -preguntó.
-¿Quién sabe? -dijo el teniente Martin-. ¿Acaso lo sé, capitán?
El capitán encendió un cigarro y arrojó la cerilla hacia el prado brillante. El pasto
comenzó a arder.
Martin se adelantó para pisar el fuego.
-No -ordenó el capitán Hart-, déjelo. Quizá así vengan a ver qué pasa. Esos tontos
ignorantes...
Martin se encogió de hombros y apartó el pie del fuego. El capitán Hart miró su reloj.
-Llegamos hace ya una hora. ¿Ha visto usted algún comité de recepción que viniese a
estrecharnos las manos, con una banda de música? Naturalmente que no. Recorremos
varios millones de kilómetros a través del espacio y los señores ciudadanos de una ciudad
cualquiera, de un planeta totalmente desconocido, se encogen de hombros. -El capitán
lanzó un gruñido, y golpeó el reloj con la punta de los dedos-. Bueno, les daré otros cinco
minutos, y entonces...
-¿Entonces, qué? -preguntó Martin muy cortésmente mientras observaba cómo le
temblaban los carrillos al capitán.
-Volaremos sobre esta condenada ciudad y les pondremos los pelos de punta. -El
capitán habló con más calma-: ¿Será posible que no nos hayan visto?
-Nos han visto. Alzaron las cabezas cuando pasamos sobre ellos.
-¿Entonces por qué no vienen corriendo por el campo? ¿Están escondiéndose?
¿Tienen miedo?
Martin sacudió la cabeza.
-No. Tome mis anteojos, capitán. Mire usted mismo. La gente anda por las calles. No
están asustados. No les importa... nada más.
El capitán Hart se llevó los lentes a los ojos fatigados. Martin alzó la vista y se entretuvo
observando las líneas y los hoyos de irritación, cansancio y nerviosidad, que cubrían el
rostro de su jefe. Hart parecía tener un millón de años. Nunca dormía, comía muy poco,
jamás dejaba de moverse. Ahora se le movían los labios, pálidos, viejos y afilados.
-Realmente, Martin, no sé por qué nos tomamos tantas molestias. Construimos
cohetes, afrontamos, buscando a estos hombres, la difícil travesía del espacio, y así nos
pagan. Con indiferencia. Mire a esos idiotas yendo de un lado a otro. ¿No comprenden
qué importante es esto? El primer cohete interplanetario que llega a estas tierras de
provincia. ¿Cuántas veces pasa? ¿Están hartos acaso?
Martin no lo sabía.
El capitán le devolvió cansadamente los binoculares.-¿Por qué hacemos esto, Martin? Me refiero a estos viajes por el espacio. Siempre
adelante. Siempre buscando. Los nervios siempre en tensión. Nunca un instante de
reposo.
-Quizá buscamos un poco de paz y tranquilidad. Indudablemente no hay nada parecido
en la Tierra.
-No, no hay, ¿no es cierto? -El capitán estaba pensativo. Se le había pasado el enojo-.
No desde Darwin, ¿eh? No desde que tiramos todo aquello por la borda, todo aquello en
que creíamos, ¿eh? El poder divino y todo lo demás. ¿Y cree usted que por eso viajamos
a las estrellas, Martin? En busca de nuestras almas perdidas, ¿no es así? ¿Tratando de
alejarnos del malvado planeta y de descubrir otro un poco mejor?
-Quizá, capitán. Es indudable que algo buscamos.
El capitán carraspeó y habló con dureza.
-Bueno. Ahora vamos a buscar al alcalde de la ciudad. Corra, dígale quiénes somos; la
primera expedición al planeta cuarenta y tres, del sistema estelar tercero. El capitán Hart
les envía sus saludos y desea hablar con el alcalde. Vamos. ¡A la carrera!
-Sí, señor.
Martin atravesó lentamente el prado.
-¡Rápido! -gritó el capitán.
-Sí, señor.
Martin se alejó al trote. Luego volvió a su paso de antes, sonriendo.
El capitán se había fumado dos cigarros esperando a Martin.
Martin se detuvo y alzó los ojos hacia la portezuela del cohete, balanceándose. Parecía
como si no pudiese ver ni pensar.
-¿Bueno? -estalló Hart-. ¿Qué pasa? ¿No vienen a darnos la bienvenida?
Martin se apoyó aturdidamente en el cohete.
-No.
-¿Por qué no?
-No tiene importancia -dijo Martin-. Deme un cigarrillo, ¿quiere, capitán?
Martin tomó a tientas el paquete. Había vuelto la cabeza hacia la ciudad dorada, y la
miraba, parpadeando. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio.
-¿Diga algo! -gritó el capitán-. ¿No les interesa el cohete?
-¿Qué? -preguntó Martin-. Oh, el cohete. -Examinó el cigarrillo-. No, no les interesa.
Parece que llegamos en un momento inoportuno.
-¡Un momento inoportuno!
-Oiga, capitán -dijo Martin pacientemente-. Algo muy importante ha ocurrido ayer en la
ciudad. Es tan, pero tan importante que nuestro cohete ha pasado a un segundo plano.
Somos... algo insignificante. Tengo que sentarme.
Martin trastabilló y se dejó caer, respirando con dificultad.
El capitán mordió, furioso, su cigarro.
-¿Qué ha ocurrido?
Martin alzó la cabeza, chupó el cigarrillo que tenía entre los dedos, y despidió una
bocanada de humo.
-Señor, ayer, en esta ciudad, ha aparecido un hombre notable... bueno. inteligente,
compasivo e infinitamente sabio.
El capitán lanzó una irritada mirada a su ayudante.
-¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
-Es difícil de explicar. Pero han estado esperándolo mucho tiempo... un millón de años,
quizá. Y ayer entró en la ciudad. Por eso, señor, nuestra llegada no tiene ninguna
importancia.
El capitán se sentó bruscamente.
-¿Quién es? No Ashley. No habrá llegado antes que yo a robarme toda mi gloria, ¿no?
-El capitán Hart, pálido y desanimado, tomó a Martin de un brazo.-No es Ashley, señor.
-¡Entonces es Burton! Ya lo sabía. Nos arruinó la llegada. Ya no se puede creer en
nadie.
-No es Burton tampoco, señor -dijo Martin serenamente.
El capitán no podía creerlo.
-Sólo hay tres cohetes. Nosotros íbamos delante. ¿Quién llegó antes que nosotros?
¿Cómo se llama?
-No tiene nombre. No lo necesita. Un nombre diferente en cada planeta, señor.
El capitán miró a su ayudante con ojos fríos y duros.
-Bueno, ¿qué hace ese hombre maravilloso para que nadie tenga interés ni en mirar
nuestro cohete?
-Ante todo -dijo Martin con calma- cura a los enfermos y consuela a los pobres. Lucha
contra la hipocresía y la corrupción, y se sienta entre la gente, y habla todo el día.
-¿Y eso es tan maravilloso?
-Sí, capitán.
-No entiendo. -El capitán miró de frente a Martin, escrutándole el rostro y los ojos-. Ha
estado bebiendo, ¿eh? -le preguntó con desconfianza-. No entiendo -añadió, echándose
hacia atrás.
Martin miró la ciudad.
-Capitán, si no entiende, no puedo explicárselo.
El capitán siguió la mirada de su ayudante. Sobre la ciudad tranquila y hermosa reinaba
una inmensa paz. Se incorporó, sacándose el cigarro de la boca. Lanzó una ojeada a
Martin, y luego miró las doradas cúpulas de los edificios.
-No querrá decir... no puede querer decir... Ese hombre de que me habla no puede
ser...
Martin asintió con un movimiento de cabeza.
-Eso mismo, capitán.
El capitán permaneció unos instantes inmóvil y silencioso.
-No lo creo -dijo al fin.
Al mediodía el capitán Hart entraba a grandes pasos en la ciudad, acompañado por el
teniente Martin y un asistente que llevaba un equipo electrónico. De cuando en cuando se
reía sonoramente, se llevaba las manos a la cintura, y sacudía la cabeza.
El alcalde de la ciudad vino a su encuentro. Martín instaló un trípode, atornilló una caja,
y encendió las baterías.
-¿Es usted el alcalde? -dijo el capitán apuntando al alcalde con el dedo.
-Sí, señor -dijo el alcalde.
El delicado aparato se alzaba entre el alcalde y el capitán, manejado por Martin y el
asistente. La caja traducía instantáneamente cualquier idioma. Las palabras crepitaban en
el aire suave de la ciudad.
-Acerca de ese acontecimiento de ayer -dijo el capitán-, ¿ocurrió realmente?
-Sí, señor.
-¿Tienen testigos?
-Los tenemos.
-¿Podemos hablar con ellos?
-Pueden hablar con cualquiera de nosotros -dijo el alcalde-. Todos somos testigos.
-Alucinación colectiva -le dijo el capitán a Martin. Y luego añadió, dirigiéndose al
alcalde-: Ese hombre... ese extranjero... ¿qué aspecto tiene?
-Es difícil explicarlo -dijo el alcalde sonriendo.
-¿Por qué?
-Habría distintas opiniones.
-Quisiera oí su opinión de todos modos -dijo el capitán-. Registre eso -le ordenó a
Martin por encima del hombro. El teniente apretó un botón.-Bueno -dijo el alcalde de la ciudad-. Es un hombre muy dulce y bondadoso. Muy
inteligente y de grandes conocimientos...
-Sí, sí, ya sé. -El capitán agitó una mano-. Generalidades. Quiero algo específico. ¿Qué
cara tiene?
-No creo que eso sea importante -replicó el alcalde.
-Es muy importante -dijo el capitán con seriedad-. Quiero una descripción de ese
hombre. Si usted no puede dármela, me la darán otros. -Y añadió mirando a Martin-:
Juraría que es Burton con alguna de sus triquiñuelas.
Martin no miró al capitán. Permanecía hundido en un frío silencio.
El capitán castañeteó los dedos.
-¿Se ha producido algo así como... una cura?
-Muchas curas -dijo el alcalde.
-¿Puedo ver una?
-Puede -contestó el alcalde-. Mi hijo. -Hizo una seña a un niño que se adelantó hacia
ellos-. Tenía un brazo atrofiado. Mírelo ahora.
El capitán emitió una risa tolerante.
-Sí, sí. Pero esto no es ni siquiera una prueba circunstancial, amigo mío. Yo no he visto
el brazo atrofiado. Sólo he visto un brazo sano y entero. Esto no es una prueba. ¿Cómo
puede probarme que ayer este brazo estaba atrofiado?
-Mi palabra es una prueba suficiente -dijo simplemente el alcalde.
-¡Pero querido señor! -exclamó el capitán-. No esperará usted que me fíe de rumores.
Oh, no.
-Lo siento -dijo el alcalde, mirando al capitán con lo que parecía ser curiosidad y
lástima.
-¿No tiene ningún retrato del chico anterior a hoy? -preguntó el capitán.
Pasaron unos instantes y trajeron un gran cuadro al óleo en el que se veía al niño con
un brazo atrofiado.
-¡Mi querido amigo! -El capitán indicó con un ademán que se llevaran el cuadro-.
Cualquiera puede pintar un cuadro. Las pinturas mienten. Quiero una fotografía.
No había fotografías. En ese mundo no se conocía el arte fotográfico.
-Bueno -suspiró el capitán, torciendo la cara-, déjeme hablar con algunos ciudadanos.
Así no vamos a ninguna parte. -Señaló a una mujer-. Usted.-La mujer titubeó-. Sí, usted,
venga -ordenó el capitán-. Cuénteme algo de ese hombre maravilloso que vieron ayer.
La mujer miró serenamente al capitán.
-Caminó entre nosotros, y era muy hermoso, y muy bueno.
-¿De qué color tenía los ojos?
-El color del sol, el color del mar, el color de una flor, el color de las montañas, el color
de la noche.
-¡Basta! -El capitán alzó los brazos-. ¿Ve usted, Martin? Absolutamente nada. Algún
charlatán vagabundo que les sopla al oído unas naderías dulzonas y...
-Por favor, cállese -dijo Martin.
El capitán dio un paso atrás.
-¿Qué?
-Ya me ha oído -dijo Martín-. Esta gente me gusta. Creo que lo que dicen es cierto.
Usted puede tener su opinión, pero guárdesela, capitán.
-¡No le permito...! -gritó el capitán.
-Ya estoy un poco harto de sus aires de superioridad -replicó Martin-. Deje tranquilos a
estos hombres. Una vez que ven algo decente y bueno, viene usted a estropearlo todo y a
ponerlos en ridículo. Yo también he hablado con ellos. Caminé por las calles de la ciudad,
y vi las caras, y vi algo que usted no ha visto nunca... un poco de fe. Y con ese poco de fe
moverán montañas. Usted, usted está furioso porque alguien le estropeó su entrada al
escenario, alguien que llegó primero e hizo de usted un hombre insignificante.-Le doy cinco segundos para que termine -indicó el capitán-. Comprendo. Ha estado
usted sometido a una enorme tensión. Martin. Meses de viaje por el espacio, nostalgia,
soledad. Y ahora se encuentra usted con esto. Comprendo, Martin. Paso por alto su
insubordinación.
-Pues yo no paso por alto su mezquina tiranía -replicó Martin-. Abandono el cohete. Me
quedo aquí.
-¡No puede hacer eso!
-¿No? Trate de impedirlo. Esto era lo que yo buscaba. No lo sabía, pero ahora lo veo
claramente. Váyase a ensuciar otros mundos, a estropearlos con sus dudas y sus...
métodos científicos. Estas gentes han tenido una singular experiencia, y usted no
entiende que es algo real y que hemos tenido la suerte de llegar a tiempo. En la Tierra se
ha hablado de este hombre durante veinte siglos. Todos hubiéramos querido verlo y oírlo,
y no pudimos. Y ahora, hoy, lo hemos perdido por unas horas.
El capitán Hart miró las mejillas de Martin.
-Está llorando como un nene. Cállese.
-No me importa.
-Bueno, a mí, sí. Tenemos que mantenernos unidos ante estos nativos. Está usted
agotado. Ya se lo he dicho, lo perdono.
-No necesito su perdón.
-No sea idiota. ¿No ve que es una triquiñuela de Burton? Ha engañado a esta gente,
les ha cegado los ojos. Ha disfrazado su interés por las minas y el petróleo de la región
con un barniz religioso. Es usted muy tonto, Martin. Muy tonto. Ya es tiempo de que
conozca a los terrestres. Recurren a cualquier cosa -blasfemias, mentiras, trampas, robos,
asesinatos- para alcanzar sus fines. Cualquier cosa es buena si da resultado. Un
verdadero pragmatista. Eso es Burton. Usted lo conoce bien. -El capitán se rió
forzadamente-. Vamos, Martin. Esta es otra de esas típicas canalladas de Burton.
Comprar a esta gente con zalamerías, y luego, cuando llegue el momento, arrancarles la
piel.
-No -dijo Martin, pensativo.
El capitán extendió una mano.
-Es Burton. Es él. Con sus métodos de siempre, la misma suciedad y los mismos
crímenes. Tengo que admirar a ese viejo dragón. Una llamarada aquí, un resplandor allá,
una palabrita dulce y una caricia, un poco de ungüento y unos cuantos rayos
medicinales... Burton, de cuerpo entero.
-No. -La voz de Martin era muy débil. Se cubrió los ojos-. No. No lo creo.
-No quiere creerlo -continuó el capitán-. Reconózcalo, vamos. Reconózcalo. Burton no
haría otra cosa. No suene despierto, Martin. Abra los ojos. Es de día. Este es un mundo
real, y nosotros somos gente real, gente sucia... Burton el más sucio de todos.
Martin se dio vuelta.
-Bueno, bueno, Martín -le dijo Hart, golpeándole mecánicamente la espalda-.
Comprendo. Un golpe para usted. Comprendo. Una verdadera vergüenza, y todo lo
demás. Este Burton es un canalla. No pierda la cabeza, Martin. Deje el asunto en mis
manos.
Martin se alejó lentamente hacia el cohete.
El capitán lo siguió con la mirada. Suspiró y se volvió hacia la mujer a quien había
estado interrogando.
-Bueno. Cuénteme algo más de este hombre. ¿Qué decía usted, señora?
Los oficiales de la nave cenaron en unas mesitas de juego, en medio del campo. El
capitán recitaba sus informes ante un Martin de ojos enrojecidos, meditabundo y
silencioso.
-He examinado a tres docenas de personas, y todas me repitieron la misma cantinela -
decía el capitán-. Obra de Burton, sin duda. Estoy seguro. Va a aparecerse mañana o lasemana próxima con el propósito de consolidar su fama de milagrero y quitarnos los
contratos. Me parece que le voy a arruinar el negocio.
Martin alzó unos ojos tristes.
-Lo mataré -dijo.
-Vamos, vamos, Martin. Calma, calma.
-Lo mataré... Lo juro.
-Voy a echarle unas cuantas piedras en el camino. Admitirá usted que es listo. Inmoral,
pero listo.
-Es un canalla.
-Debe prometerme que no recurrir a la violencia, Martin. -El capitán Hart volvió a revisar
sus informes-. Según mis notas se han producido treinta milagros. Un ciego ha
recuperado la vista; un leproso ha curado totalmente. Oh, Burton sabe hacer las cosas,
hay que reconocérselo.
Sonó un gong. Un momento después un hombre se acercaba corriendo.
-Capitán, capitán. Un informe. Viene la nave de Burton. Y también la nave de Ashley,
señor.
-Ha visto. -El capitán Hart descargó su puño sobre la mesa-. Ahí llegan los chacales.
No pueden esperar. Tienen hambre. Verá como me enfrento con ellos. ¡Les sacaré una
buena tajada!
Martin parecía enfermo. Miraba fijamente al capitán.
-Negocios, mi querido muchacho, negocios.
Todos alzaron la vista. Dos cohetes descendían desde lo alto.
Los cohetes casi se hicieron pedazos al tocar el suelo.
-¿Qué les pasa a esos idiotas? -gritó el capitán incorporándose bruscamente.
Los hombres corrieron a través de los prados hacia los cohetes envueltos en nubes de
vapor. El capitán corrió detrás de ellos. En el cohete de Burton se abrió la puerta de la
cámara de aire.
Un hombre cayó en los brazos de los oficiales.
-¿Qué pasa? -gritó el capitán.
Dejaron al hombre en el suelo. Se inclinaron hacia él. Estaba todo quemado. Tenía el
cuerpo cubierto de heridas y cicatrices. La piel, inflamada en algunos sitios, humeaba
débilmente. El hombre abrió unos ojos hinchados y movió una lengua espesa entre unos
labios en carne viva.
-¿Qué pasó? -le preguntó el capitán, arrodillándose junto a él, sacudiéndole el brazo.
-Señor, señor -suspiró el hombre agonizante-. Hace cuarenta y ocho horas, en el sector
setenta y nueve DFS, a la salida del planeta Uno de este mismo sistema, nuestra nave y
la nave de Ashley se metieron en una tormenta cósmica. -De las narices del hombre salió
un líquido gris. Un hilo de sangre le corrió por la barbilla-. Nos barrieron. A toda la
tripulación. Burton murió. Ashley también, hace una hora. Sólo hay tres sobrevivientes.
-¡Escúcheme! -gritó Hart inclinándose sobre el cuerpo sanguinolento-. ¿No han venido
antes a este planeta?
Silencio.
-¡Contésteme! -gritó Hart.
-No -dijo el hombre-. Tormenta. Burton murió hace dos días. El primer aterrizaje
después de seis meses.
-¡Está usted seguro? -exclamó Hart, sacudiendo violentamente el cuerpo del hombre-.
¿Está usted seguro?
-Sí, sí -balbuceo el otro.
- ¿Burton murió hace dos días? ¿Seguro?
-Sí, sí -suspiró el hombre. La cabeza, le cayó hacia adelante. Estaba muerto.El capitán se arrodilló al lado del cadáver. Los tripulantes lo rodeaban con los ojos
bajos. Martin esperaba. El capitán pidió que lo ayudaran a levantarse. Luego, todos, de
pie, miraron la ciudad.
-¿Eso significa...? -preguntó Martin.
-Hemos sido los primeros en llegar -murmuró el capitán Hart- y ese hombre...
-¿Qué pasa con ese hombre, capitán? -preguntó Martin.
En el rostro del capitán los músculos se retorcían insensatamente. Parecía
verdaderamente viejo. Tenía un color gris y una mirada vidriosa. Dio unos pasos por la
hierba seca.
-Acompáñeme, Martin. Acompáñeme. Sosténgame. Hágame el favor. Tengo miedo de
caer. Vamos, rápido. No podemos perder más tiempo...
Avanzaron, tambaleándose, hacia la ciudad, pisando la hierba alta y seca, golpeados
por el viento.
Varias horas después estaban sentados en el auditorio de la alcaldía. Un millar de
personas había entrado, había hablado, y se había ido. El capitán, ojeroso, los había
escuchado a todos. Había tanta luz en los rostros de los que venían a dar su testimonio
que el capitán no podía mirarlos. Y durante todo ese tiempo sus manos se movían sobre
las rodillas, sobre el cinturón, tironeando, estremeciéndose.
Cuando las entrevistas terminaron, el capitán se volvió hacia el alcalde, y lo miró con
unos ojos muy raros.
-¿Pero usted no sabe dónde ha ido? -le preguntó.
-No nos lo dijo -replicó el alcalde.
-¿A algún mundo cercano? -preguntó el capitán.
-No lo sé.
-Tiene que saberlo.
-¿Lo ve usted? -preguntó el alcalde, señalando la multitud.
El capitán miró.
-No, no lo veo.
-Entonces, probablemente se ha ido.
-¡Probablemente, probablemente! -gritó el capitán, ya sin fuerzas-. He cometido un
terrible error. Quiero ver a ese hombre. No sé cómo me ha ocurrido esto. Uno de los
sucesos más extraordinarios de la historia. Pasarme a mí una cosa semejante. Las
probabilidades son de una sobre varios billones. Llegar a cierto planeta, entre millones de
planetas, al día siguiente de su llegada. ¡Usted tiene que saber dónde está!
-Cada uno lo encuentra a su modo -replicó gentilmente el alcaide.
El rostro del capitán se afeó lentamente. Algo de su antigua dureza volvió poco a poco
a dominarlo. Se puso de pie.
-Usted está ocultándolo.
-No -dijo el alcalde.
-¿Y no sabe dónde está?
Los dedos del capitán apretaron el estuche de cuero que llevaba en la cintura.
-No puedo decirle dónde está, exactamente -dijo el alcalde.
-Le aconsejo que hable. -El capitán extrajo un arma pequeña.
-No sé qué decirle -dijo el alcalde.
-¡Mentiroso!
Una expresión de piedad cubrió el rostro del alcalde mientras miraba a Hart.
-Está usted muy cansado -le dijo-. Ha hecho usted un largo viaje y pertenece a un
pueblo cansado que ha vivido mucho tiempo sin fe. Y ahora tiene usted tantos deseos de
creer, que tropieza y se confunde. Será más difícil si mata a alguien. Así no va a
encontrarlo.
-¿Dónde ha ido? El se lo dijo. Usted lo sabe. Vamos, dígamelo. -El capitán blandió el
arma.El alcalde sacudió la cabeza.
-¡Dígamelo! ¡Dígamelo!
El arma sonó, una, dos veces. El alcalde cayo al suelo, herido en un brazo.
Martin dio un paso adelante.
-¡Capitán!
El arma apuntó rápidamente a Martin.
-No se meta, Martin.
Desde el piso, sosteniéndose el brazo herido, el alcalde alzó los ojos.
-Deje esa arma. Se hace daño. Nunca ha creído, y ahora supone que cree, y lastima a
la gente.
-No lo necesito -dijo Hart, de pie junto a el-. Si lo he perdido aquí por un día, iré a otro
mundo. Y luego a otro y a otro. Lo perderé por medio día en el primer planeta, quizá, y por
un cuarto de día en el siguiente, y por dos horas en el otro, y luego por un minuto. Pero al
fin lo encontraré. ¿Me oye? -El capitán gritaba ahora, inclinándose con cansancio sobre el
hombre que yacía en el piso. Se tambaleó, agotado-. Vamos, Martin. -De su brazo
colgaba el arma.
-No -dijo Martin-. Me quedo aquí.
-Es usted un tonto. Quédese si quiere. Pero yo seguiré con los demás, y hasta donde
pueda.
El alcalde alzó los ojos hacia Martin.
-Pronto estaré bien. Déjeme. Ya cuidarán de mis heridas.
-Volver‚ -dijo Martin-. Voy hasta el cohete.
Los hombres atravesaron rápidamente la ciudad. Era evidente que el capitán luchaba
por mostrar toda su vieja fortaleza. Cuando llegó al cohete palmeó la coraza con una
mano temblorosa. Guardó el arma en el estuche. Miró a Martin.
-¿Bueno, Martin?
Martin miró al capitán.
-¿Bueno, capitán?
El capitán clavó los ojos en el cielo.
-Así que no quiere... venir... con... conmigo, ¿eh?
-No, señor.
-Será una gran aventura, por Dios. Creo que lo encontraré.
-Está usted decidido, ¿no es cierto, señor? -preguntó Martin.
El rostro del capitán se estremeció. Se le cerraron los ojos.
-Hay algo que quisiera saber.
-¿Qué?
-Señor, cuando lo encuentre... si lo encuentra -dijo Martin-, ¿qué le va a pedir?
-Cómo... -El capitán calló y entornó los ojos Abrió y cerró las manos. Se quedó
pensando y luego sonrió extrañamente-. Le pediré un poco de... paz y tranquilidad. -Tocó
el cohete-. Hace mucho, mucho tiempo... que no descanso.
-¿Ha intentado descansar alguna vez, capitán?
-No comprendo -dijo Hart.
-No importa. Adiós, capitán.
-Adiós, señor Martin.
La tripulación se había reunido en el prado. Sólo tres seguirían con Hart. Los otros siete
se quedaban con Martin.
El capitán Hart les echó una ojeada y murmuró su veredicto:
-¡Pobres tontos!
Fue el último en meterse por la escotilla. Hizo un saludo y se rió secamente. La
portezuela se cerró.
El cohete se elevó sobre un pilar de fuego.
Martin lo vio alejarse y desaparecer.El alcalde, sostenido por algunos hombres, llamó a Martin desde el borde del prado.
-Se ha ido -dijo Martin, acercándose.
-Sí, pobre hombre, se ha ido -dijo el alcalde-. Y seguirá buscando, planeta tras planeta,
y siempre llegará una hora después, media hora después, o diez minutos después, o un
minuto después. Y un día lo perderá por unos pocos segundos. Y cuando haya visitado
trescientos planetas, y tenga setenta u ochenta anos de edad, lo perderá por una fracción
de segundo, y luego por una fracción todavía más pequeña. Y así seguirá y seguirá,
pensando que va a encontrar lo que ha dejado aquí, en este planeta, en este mismo
pueblo...
Martin miró fijamente al alcalde.
El alcalde extendió una mano.
-¿Alguien lo ha dudado acaso? -Se volvió hacia los otros y les hizo una seña-. Vamos.
No hay que hacerlo esperar.
Los hombres entraron en la ciudad.

anti corrupción



De qué manera nos corrompemos el alma? De qué manera corrompo yo la mía?

De qué manera nos alejamos de nosotros mismos? Cómo es que nos las ingeniamos para mentirnos?

Se debería empezar por no ser fanático de nada. Ni siquiera de esto que estoy diciendo, ni siquiera de ser fanático de nada. No es tibieza. Podemos sentir convicción, compromiso, pasión. Incluso amor. Pero la vida ya no se va en ello. Porque el amor y la pasión son herramientas que corren dentro, herramientas que pueden ser usadas para corromper diversas otras cajas fuertes, llamadas "los otros".

En la no-corrupción del alma, la  vida ya no se va en nada, y no es que el amor sea menos por eso. Es más. Estamos ganando todo el tiempo, conectados. Antenas receptivas girando sobre nosotros mismos. Mirándonos a todos, eligiéndonos a todos.

Ser piedra quieta y tibia. El lomo al sol. Faraones de la salud mental que vibra desde los capilares. Tampoco hay que creerlo. No nos fanaticemos con ninguna de las verdades que nos contamos. Ni la que nos cuenta la tele, que en realidad es propaganda. Y no hablo de los cortes, todo el tiempo es propaganda. Propaganda de no hacer propaganda. Propaganda hagámonos un poco igual porque tampoco queremos ser anti.

Las palabras se juntan y como que ya no dicen tanto, ya no es tan importante. Ya no hay nada que decir ni que vender. Nadie a quien convencer. Ya estamos demasiado convencidos de no estar convencidos de nada, de ser bígamos de todo lo que existe. Nos parecemos más a nuestra alma que en realidad ya está recontra de vuelta, por eso nos encontramos. Estamos donde queremos estar. Somos este momento que estamos viviendo y lo de ayer ya le pasó a otra persona, que antes conocíamos como nosotros. Nosotros, seamos fanáticos de nada y de todo también.





Quinto Congreso Solvey

 https://www.youtube.com/watch?v=dcLtTB0xXOU 


EL HOMBRE, de Ray Bradbury

El capitán Hart se detuvo en la puerta del cohete.
-¿Por qué no vienen? -preguntó.
-¿Quién sabe? -dijo el teniente Martin-. ¿Acaso lo sé, capitán?
El capitán encendió un cigarro y arrojó la cerilla hacia el prado brillante. El pasto
comenzó a arder.
Martin se adelantó para pisar el fuego.
-No -ordenó el capitán Hart-, déjelo. Quizá así vengan a ver qué pasa. Esos tontos
ignorantes...
Martin se encogió de hombros y apartó el pie del fuego. El capitán Hart miró su reloj.
-Llegamos hace ya una hora. ¿Ha visto usted algún comité de recepción que viniese a
estrecharnos las manos, con una banda de música? Naturalmente que no. Recorremos
varios millones de kilómetros a través del espacio y los señores ciudadanos de una ciudad
cualquiera, de un planeta totalmente desconocido, se encogen de hombros. -El capitán
lanzó un gruñido, y golpeó el reloj con la punta de los dedos-. Bueno, les daré otros cinco
minutos, y entonces...
-¿Entonces, qué? -preguntó Martin muy cortésmente mientras observaba cómo le
temblaban los carrillos al capitán.
-Volaremos sobre esta condenada ciudad y les pondremos los pelos de punta. -El
capitán habló con más calma-: ¿Será posible que no nos hayan visto?
-Nos han visto. Alzaron las cabezas cuando pasamos sobre ellos.
-¿Entonces por qué no vienen corriendo por el campo? ¿Están escondiéndose?
¿Tienen miedo?
Martin sacudió la cabeza.
-No. Tome mis anteojos, capitán. Mire usted mismo. La gente anda por las calles. No
están asustados. No les importa... nada más.
El capitán Hart se llevó los lentes a los ojos fatigados. Martin alzó la vista y se entretuvo
observando las líneas y los hoyos de irritación, cansancio y nerviosidad, que cubrían el
rostro de su jefe. Hart parecía tener un millón de años. Nunca dormía, comía muy poco,
jamás dejaba de moverse. Ahora se le movían los labios, pálidos, viejos y afilados.
-Realmente, Martin, no sé por qué nos tomamos tantas molestias. Construimos
cohetes, afrontamos, buscando a estos hombres, la difícil travesía del espacio, y así nos
pagan. Con indiferencia. Mire a esos idiotas yendo de un lado a otro. ¿No comprenden
qué importante es esto? El primer cohete interplanetario que llega a estas tierras de
provincia. ¿Cuántas veces pasa? ¿Están hartos acaso?
Martin no lo sabía.
El capitán le devolvió cansadamente los binoculares.-¿Por qué hacemos esto, Martin? Me refiero a estos viajes por el espacio. Siempre
adelante. Siempre buscando. Los nervios siempre en tensión. Nunca un instante de
reposo.
-Quizá buscamos un poco de paz y tranquilidad. Indudablemente no hay nada parecido
en la Tierra.
-No, no hay, ¿no es cierto? -El capitán estaba pensativo. Se le había pasado el enojo-.
No desde Darwin, ¿eh? No desde que tiramos todo aquello por la borda, todo aquello en
que creíamos, ¿eh? El poder divino y todo lo demás. ¿Y cree usted que por eso viajamos
a las estrellas, Martin? En busca de nuestras almas perdidas, ¿no es así? ¿Tratando de
alejarnos del malvado planeta y de descubrir otro un poco mejor?
-Quizá, capitán. Es indudable que algo buscamos.
El capitán carraspeó y habló con dureza.
-Bueno. Ahora vamos a buscar al alcalde de la ciudad. Corra, dígale quiénes somos; la
primera expedición al planeta cuarenta y tres, del sistema estelar tercero. El capitán Hart
les envía sus saludos y desea hablar con el alcalde. Vamos. ¡A la carrera!
-Sí, señor.
Martin atravesó lentamente el prado.
-¡Rápido! -gritó el capitán.
-Sí, señor.
Martin se alejó al trote. Luego volvió a su paso de antes, sonriendo.
El capitán se había fumado dos cigarros esperando a Martin.
Martin se detuvo y alzó los ojos hacia la portezuela del cohete, balanceándose. Parecía
como si no pudiese ver ni pensar.
-¿Bueno? -estalló Hart-. ¿Qué pasa? ¿No vienen a darnos la bienvenida?
Martin se apoyó aturdidamente en el cohete.
-No.
-¿Por qué no?
-No tiene importancia -dijo Martin-. Deme un cigarrillo, ¿quiere, capitán?
Martin tomó a tientas el paquete. Había vuelto la cabeza hacia la ciudad dorada, y la
miraba, parpadeando. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio.
-¿Diga algo! -gritó el capitán-. ¿No les interesa el cohete?
-¿Qué? -preguntó Martin-. Oh, el cohete. -Examinó el cigarrillo-. No, no les interesa.
Parece que llegamos en un momento inoportuno.
-¡Un momento inoportuno!
-Oiga, capitán -dijo Martin pacientemente-. Algo muy importante ha ocurrido ayer en la
ciudad. Es tan, pero tan importante que nuestro cohete ha pasado a un segundo plano.
Somos... algo insignificante. Tengo que sentarme.
Martin trastabilló y se dejó caer, respirando con dificultad.
El capitán mordió, furioso, su cigarro.
-¿Qué ha ocurrido?
Martin alzó la cabeza, chupó el cigarrillo que tenía entre los dedos, y despidió una
bocanada de humo.
-Señor, ayer, en esta ciudad, ha aparecido un hombre notable... bueno. inteligente,
compasivo e infinitamente sabio.
El capitán lanzó una irritada mirada a su ayudante.
-¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
-Es difícil de explicar. Pero han estado esperándolo mucho tiempo... un millón de años,
quizá. Y ayer entró en la ciudad. Por eso, señor, nuestra llegada no tiene ninguna
importancia.
El capitán se sentó bruscamente.
-¿Quién es? No Ashley. No habrá llegado antes que yo a robarme toda mi gloria, ¿no?
-El capitán Hart, pálido y desanimado, tomó a Martin de un brazo.-No es Ashley, señor.
-¡Entonces es Burton! Ya lo sabía. Nos arruinó la llegada. Ya no se puede creer en
nadie.
-No es Burton tampoco, señor -dijo Martin serenamente.
El capitán no podía creerlo.
-Sólo hay tres cohetes. Nosotros íbamos delante. ¿Quién llegó antes que nosotros?
¿Cómo se llama?
-No tiene nombre. No lo necesita. Un nombre diferente en cada planeta, señor.
El capitán miró a su ayudante con ojos fríos y duros.
-Bueno, ¿qué hace ese hombre maravilloso para que nadie tenga interés ni en mirar
nuestro cohete?
-Ante todo -dijo Martin con calma- cura a los enfermos y consuela a los pobres. Lucha
contra la hipocresía y la corrupción, y se sienta entre la gente, y habla todo el día.
-¿Y eso es tan maravilloso?
-Sí, capitán.
-No entiendo. -El capitán miró de frente a Martin, escrutándole el rostro y los ojos-. Ha
estado bebiendo, ¿eh? -le preguntó con desconfianza-. No entiendo -añadió, echándose
hacia atrás.
Martin miró la ciudad.
-Capitán, si no entiende, no puedo explicárselo.
El capitán siguió la mirada de su ayudante. Sobre la ciudad tranquila y hermosa reinaba
una inmensa paz. Se incorporó, sacándose el cigarro de la boca. Lanzó una ojeada a
Martin, y luego miró las doradas cúpulas de los edificios.
-No querrá decir... no puede querer decir... Ese hombre de que me habla no puede
ser...
Martin asintió con un movimiento de cabeza.
-Eso mismo, capitán.
El capitán permaneció unos instantes inmóvil y silencioso.
-No lo creo -dijo al fin.
Al mediodía el capitán Hart entraba a grandes pasos en la ciudad, acompañado por el
teniente Martin y un asistente que llevaba un equipo electrónico. De cuando en cuando se
reía sonoramente, se llevaba las manos a la cintura, y sacudía la cabeza.
El alcalde de la ciudad vino a su encuentro. Martín instaló un trípode, atornilló una caja,
y encendió las baterías.
-¿Es usted el alcalde? -dijo el capitán apuntando al alcalde con el dedo.
-Sí, señor -dijo el alcalde.
El delicado aparato se alzaba entre el alcalde y el capitán, manejado por Martin y el
asistente. La caja traducía instantáneamente cualquier idioma. Las palabras crepitaban en
el aire suave de la ciudad.
-Acerca de ese acontecimiento de ayer -dijo el capitán-, ¿ocurrió realmente?
-Sí, señor.
-¿Tienen testigos?
-Los tenemos.
-¿Podemos hablar con ellos?
-Pueden hablar con cualquiera de nosotros -dijo el alcalde-. Todos somos testigos.
-Alucinación colectiva -le dijo el capitán a Martin. Y luego añadió, dirigiéndose al
alcalde-: Ese hombre... ese extranjero... ¿qué aspecto tiene?
-Es difícil explicarlo -dijo el alcalde sonriendo.
-¿Por qué?
-Habría distintas opiniones.
-Quisiera oí su opinión de todos modos -dijo el capitán-. Registre eso -le ordenó a
Martin por encima del hombro. El teniente apretó un botón.-Bueno -dijo el alcalde de la ciudad-. Es un hombre muy dulce y bondadoso. Muy
inteligente y de grandes conocimientos...
-Sí, sí, ya sé. -El capitán agitó una mano-. Generalidades. Quiero algo específico. ¿Qué
cara tiene?
-No creo que eso sea importante -replicó el alcalde.
-Es muy importante -dijo el capitán con seriedad-. Quiero una descripción de ese
hombre. Si usted no puede dármela, me la darán otros. -Y añadió mirando a Martin-:
Juraría que es Burton con alguna de sus triquiñuelas.
Martin no miró al capitán. Permanecía hundido en un frío silencio.
El capitán castañeteó los dedos.
-¿Se ha producido algo así como... una cura?
-Muchas curas -dijo el alcalde.
-¿Puedo ver una?
-Puede -contestó el alcalde-. Mi hijo. -Hizo una seña a un niño que se adelantó hacia
ellos-. Tenía un brazo atrofiado. Mírelo ahora.
El capitán emitió una risa tolerante.
-Sí, sí. Pero esto no es ni siquiera una prueba circunstancial, amigo mío. Yo no he visto
el brazo atrofiado. Sólo he visto un brazo sano y entero. Esto no es una prueba. ¿Cómo
puede probarme que ayer este brazo estaba atrofiado?
-Mi palabra es una prueba suficiente -dijo simplemente el alcalde.
-¡Pero querido señor! -exclamó el capitán-. No esperará usted que me fíe de rumores.
Oh, no.
-Lo siento -dijo el alcalde, mirando al capitán con lo que parecía ser curiosidad y
lástima.
-¿No tiene ningún retrato del chico anterior a hoy? -preguntó el capitán.
Pasaron unos instantes y trajeron un gran cuadro al óleo en el que se veía al niño con
un brazo atrofiado.
-¡Mi querido amigo! -El capitán indicó con un ademán que se llevaran el cuadro-.
Cualquiera puede pintar un cuadro. Las pinturas mienten. Quiero una fotografía.
No había fotografías. En ese mundo no se conocía el arte fotográfico.
-Bueno -suspiró el capitán, torciendo la cara-, déjeme hablar con algunos ciudadanos.
Así no vamos a ninguna parte. -Señaló a una mujer-. Usted.-La mujer titubeó-. Sí, usted,
venga -ordenó el capitán-. Cuénteme algo de ese hombre maravilloso que vieron ayer.
La mujer miró serenamente al capitán.
-Caminó entre nosotros, y era muy hermoso, y muy bueno.
-¿De qué color tenía los ojos?
-El color del sol, el color del mar, el color de una flor, el color de las montañas, el color
de la noche.
-¡Basta! -El capitán alzó los brazos-. ¿Ve usted, Martin? Absolutamente nada. Algún
charlatán vagabundo que les sopla al oído unas naderías dulzonas y...
-Por favor, cállese -dijo Martin.
El capitán dio un paso atrás.
-¿Qué?
-Ya me ha oído -dijo Martín-. Esta gente me gusta. Creo que lo que dicen es cierto.
Usted puede tener su opinión, pero guárdesela, capitán.
-¡No le permito...! -gritó el capitán.
-Ya estoy un poco harto de sus aires de superioridad -replicó Martin-. Deje tranquilos a
estos hombres. Una vez que ven algo decente y bueno, viene usted a estropearlo todo y a
ponerlos en ridículo. Yo también he hablado con ellos. Caminé por las calles de la ciudad,
y vi las caras, y vi algo que usted no ha visto nunca... un poco de fe. Y con ese poco de fe
moverán montañas. Usted, usted está furioso porque alguien le estropeó su entrada al
escenario, alguien que llegó primero e hizo de usted un hombre insignificante.-Le doy cinco segundos para que termine -indicó el capitán-. Comprendo. Ha estado
usted sometido a una enorme tensión. Martin. Meses de viaje por el espacio, nostalgia,
soledad. Y ahora se encuentra usted con esto. Comprendo, Martin. Paso por alto su
insubordinación.
-Pues yo no paso por alto su mezquina tiranía -replicó Martin-. Abandono el cohete. Me
quedo aquí.
-¡No puede hacer eso!
-¿No? Trate de impedirlo. Esto era lo que yo buscaba. No lo sabía, pero ahora lo veo
claramente. Váyase a ensuciar otros mundos, a estropearlos con sus dudas y sus...
métodos científicos. Estas gentes han tenido una singular experiencia, y usted no
entiende que es algo real y que hemos tenido la suerte de llegar a tiempo. En la Tierra se
ha hablado de este hombre durante veinte siglos. Todos hubiéramos querido verlo y oírlo,
y no pudimos. Y ahora, hoy, lo hemos perdido por unas horas.
El capitán Hart miró las mejillas de Martin.
-Está llorando como un nene. Cállese.
-No me importa.
-Bueno, a mí, sí. Tenemos que mantenernos unidos ante estos nativos. Está usted
agotado. Ya se lo he dicho, lo perdono.
-No necesito su perdón.
-No sea idiota. ¿No ve que es una triquiñuela de Burton? Ha engañado a esta gente,
les ha cegado los ojos. Ha disfrazado su interés por las minas y el petróleo de la región
con un barniz religioso. Es usted muy tonto, Martin. Muy tonto. Ya es tiempo de que
conozca a los terrestres. Recurren a cualquier cosa -blasfemias, mentiras, trampas, robos,
asesinatos- para alcanzar sus fines. Cualquier cosa es buena si da resultado. Un
verdadero pragmatista. Eso es Burton. Usted lo conoce bien. -El capitán se rió
forzadamente-. Vamos, Martin. Esta es otra de esas típicas canalladas de Burton.
Comprar a esta gente con zalamerías, y luego, cuando llegue el momento, arrancarles la
piel.
-No -dijo Martin, pensativo.
El capitán extendió una mano.
-Es Burton. Es él. Con sus métodos de siempre, la misma suciedad y los mismos
crímenes. Tengo que admirar a ese viejo dragón. Una llamarada aquí, un resplandor allá,
una palabrita dulce y una caricia, un poco de ungüento y unos cuantos rayos
medicinales... Burton, de cuerpo entero.
-No. -La voz de Martin era muy débil. Se cubrió los ojos-. No. No lo creo.
-No quiere creerlo -continuó el capitán-. Reconózcalo, vamos. Reconózcalo. Burton no
haría otra cosa. No suene despierto, Martin. Abra los ojos. Es de día. Este es un mundo
real, y nosotros somos gente real, gente sucia... Burton el más sucio de todos.
Martin se dio vuelta.
-Bueno, bueno, Martín -le dijo Hart, golpeándole mecánicamente la espalda-.
Comprendo. Un golpe para usted. Comprendo. Una verdadera vergüenza, y todo lo
demás. Este Burton es un canalla. No pierda la cabeza, Martin. Deje el asunto en mis
manos.
Martin se alejó lentamente hacia el cohete.
El capitán lo siguió con la mirada. Suspiró y se volvió hacia la mujer a quien había
estado interrogando.
-Bueno. Cuénteme algo más de este hombre. ¿Qué decía usted, señora?
Los oficiales de la nave cenaron en unas mesitas de juego, en medio del campo. El
capitán recitaba sus informes ante un Martin de ojos enrojecidos, meditabundo y
silencioso.
-He examinado a tres docenas de personas, y todas me repitieron la misma cantinela -
decía el capitán-. Obra de Burton, sin duda. Estoy seguro. Va a aparecerse mañana o lasemana próxima con el propósito de consolidar su fama de milagrero y quitarnos los
contratos. Me parece que le voy a arruinar el negocio.
Martin alzó unos ojos tristes.
-Lo mataré -dijo.
-Vamos, vamos, Martin. Calma, calma.
-Lo mataré... Lo juro.
-Voy a echarle unas cuantas piedras en el camino. Admitirá usted que es listo. Inmoral,
pero listo.
-Es un canalla.
-Debe prometerme que no recurrir a la violencia, Martin. -El capitán Hart volvió a revisar
sus informes-. Según mis notas se han producido treinta milagros. Un ciego ha
recuperado la vista; un leproso ha curado totalmente. Oh, Burton sabe hacer las cosas,
hay que reconocérselo.
Sonó un gong. Un momento después un hombre se acercaba corriendo.
-Capitán, capitán. Un informe. Viene la nave de Burton. Y también la nave de Ashley,
señor.
-Ha visto. -El capitán Hart descargó su puño sobre la mesa-. Ahí llegan los chacales.
No pueden esperar. Tienen hambre. Verá como me enfrento con ellos. ¡Les sacaré una
buena tajada!
Martin parecía enfermo. Miraba fijamente al capitán.
-Negocios, mi querido muchacho, negocios.
Todos alzaron la vista. Dos cohetes descendían desde lo alto.
Los cohetes casi se hicieron pedazos al tocar el suelo.
-¿Qué les pasa a esos idiotas? -gritó el capitán incorporándose bruscamente.
Los hombres corrieron a través de los prados hacia los cohetes envueltos en nubes de
vapor. El capitán corrió detrás de ellos. En el cohete de Burton se abrió la puerta de la
cámara de aire.
Un hombre cayó en los brazos de los oficiales.
-¿Qué pasa? -gritó el capitán.
Dejaron al hombre en el suelo. Se inclinaron hacia él. Estaba todo quemado. Tenía el
cuerpo cubierto de heridas y cicatrices. La piel, inflamada en algunos sitios, humeaba
débilmente. El hombre abrió unos ojos hinchados y movió una lengua espesa entre unos
labios en carne viva.
-¿Qué pasó? -le preguntó el capitán, arrodillándose junto a él, sacudiéndole el brazo.
-Señor, señor -suspiró el hombre agonizante-. Hace cuarenta y ocho horas, en el sector
setenta y nueve DFS, a la salida del planeta Uno de este mismo sistema, nuestra nave y
la nave de Ashley se metieron en una tormenta cósmica. -De las narices del hombre salió
un líquido gris. Un hilo de sangre le corrió por la barbilla-. Nos barrieron. A toda la
tripulación. Burton murió. Ashley también, hace una hora. Sólo hay tres sobrevivientes.
-¡Escúcheme! -gritó Hart inclinándose sobre el cuerpo sanguinolento-. ¿No han venido
antes a este planeta?
Silencio.
-¡Contésteme! -gritó Hart.
-No -dijo el hombre-. Tormenta. Burton murió hace dos días. El primer aterrizaje
después de seis meses.
-¡Está usted seguro? -exclamó Hart, sacudiendo violentamente el cuerpo del hombre-.
¿Está usted seguro?
-Sí, sí -balbuceo el otro.
- ¿Burton murió hace dos días? ¿Seguro?
-Sí, sí -suspiró el hombre. La cabeza, le cayó hacia adelante. Estaba muerto.El capitán se arrodilló al lado del cadáver. Los tripulantes lo rodeaban con los ojos
bajos. Martin esperaba. El capitán pidió que lo ayudaran a levantarse. Luego, todos, de
pie, miraron la ciudad.
-¿Eso significa...? -preguntó Martin.
-Hemos sido los primeros en llegar -murmuró el capitán Hart- y ese hombre...
-¿Qué pasa con ese hombre, capitán? -preguntó Martin.
En el rostro del capitán los músculos se retorcían insensatamente. Parecía
verdaderamente viejo. Tenía un color gris y una mirada vidriosa. Dio unos pasos por la
hierba seca.
-Acompáñeme, Martin. Acompáñeme. Sosténgame. Hágame el favor. Tengo miedo de
caer. Vamos, rápido. No podemos perder más tiempo...
Avanzaron, tambaleándose, hacia la ciudad, pisando la hierba alta y seca, golpeados
por el viento.
Varias horas después estaban sentados en el auditorio de la alcaldía. Un millar de
personas había entrado, había hablado, y se había ido. El capitán, ojeroso, los había
escuchado a todos. Había tanta luz en los rostros de los que venían a dar su testimonio
que el capitán no podía mirarlos. Y durante todo ese tiempo sus manos se movían sobre
las rodillas, sobre el cinturón, tironeando, estremeciéndose.
Cuando las entrevistas terminaron, el capitán se volvió hacia el alcalde, y lo miró con
unos ojos muy raros.
-¿Pero usted no sabe dónde ha ido? -le preguntó.
-No nos lo dijo -replicó el alcalde.
-¿A algún mundo cercano? -preguntó el capitán.
-No lo sé.
-Tiene que saberlo.
-¿Lo ve usted? -preguntó el alcalde, señalando la multitud.
El capitán miró.
-No, no lo veo.
-Entonces, probablemente se ha ido.
-¡Probablemente, probablemente! -gritó el capitán, ya sin fuerzas-. He cometido un
terrible error. Quiero ver a ese hombre. No sé cómo me ha ocurrido esto. Uno de los
sucesos más extraordinarios de la historia. Pasarme a mí una cosa semejante. Las
probabilidades son de una sobre varios billones. Llegar a cierto planeta, entre millones de
planetas, al día siguiente de su llegada. ¡Usted tiene que saber dónde está!
-Cada uno lo encuentra a su modo -replicó gentilmente el alcaide.
El rostro del capitán se afeó lentamente. Algo de su antigua dureza volvió poco a poco
a dominarlo. Se puso de pie.
-Usted está ocultándolo.
-No -dijo el alcalde.
-¿Y no sabe dónde está?
Los dedos del capitán apretaron el estuche de cuero que llevaba en la cintura.
-No puedo decirle dónde está, exactamente -dijo el alcalde.
-Le aconsejo que hable. -El capitán extrajo un arma pequeña.
-No sé qué decirle -dijo el alcalde.
-¡Mentiroso!
Una expresión de piedad cubrió el rostro del alcalde mientras miraba a Hart.
-Está usted muy cansado -le dijo-. Ha hecho usted un largo viaje y pertenece a un
pueblo cansado que ha vivido mucho tiempo sin fe. Y ahora tiene usted tantos deseos de
creer, que tropieza y se confunde. Será más difícil si mata a alguien. Así no va a
encontrarlo.
-¿Dónde ha ido? El se lo dijo. Usted lo sabe. Vamos, dígamelo. -El capitán blandió el
arma.El alcalde sacudió la cabeza.
-¡Dígamelo! ¡Dígamelo!
El arma sonó, una, dos veces. El alcalde cayo al suelo, herido en un brazo.
Martin dio un paso adelante.
-¡Capitán!
El arma apuntó rápidamente a Martin.
-No se meta, Martin.
Desde el piso, sosteniéndose el brazo herido, el alcalde alzó los ojos.
-Deje esa arma. Se hace daño. Nunca ha creído, y ahora supone que cree, y lastima a
la gente.
-No lo necesito -dijo Hart, de pie junto a el-. Si lo he perdido aquí por un día, iré a otro
mundo. Y luego a otro y a otro. Lo perderé por medio día en el primer planeta, quizá, y por
un cuarto de día en el siguiente, y por dos horas en el otro, y luego por un minuto. Pero al
fin lo encontraré. ¿Me oye? -El capitán gritaba ahora, inclinándose con cansancio sobre el
hombre que yacía en el piso. Se tambaleó, agotado-. Vamos, Martin. -De su brazo
colgaba el arma.
-No -dijo Martin-. Me quedo aquí.
-Es usted un tonto. Quédese si quiere. Pero yo seguiré con los demás, y hasta donde
pueda.
El alcalde alzó los ojos hacia Martin.
-Pronto estaré bien. Déjeme. Ya cuidarán de mis heridas.
-Volver‚ -dijo Martin-. Voy hasta el cohete.
Los hombres atravesaron rápidamente la ciudad. Era evidente que el capitán luchaba
por mostrar toda su vieja fortaleza. Cuando llegó al cohete palmeó la coraza con una
mano temblorosa. Guardó el arma en el estuche. Miró a Martin.
-¿Bueno, Martin?
Martin miró al capitán.
-¿Bueno, capitán?
El capitán clavó los ojos en el cielo.
-Así que no quiere... venir... con... conmigo, ¿eh?
-No, señor.
-Será una gran aventura, por Dios. Creo que lo encontraré.
-Está usted decidido, ¿no es cierto, señor? -preguntó Martin.
El rostro del capitán se estremeció. Se le cerraron los ojos.
-Hay algo que quisiera saber.
-¿Qué?
-Señor, cuando lo encuentre... si lo encuentra -dijo Martin-, ¿qué le va a pedir?
-Cómo... -El capitán calló y entornó los ojos Abrió y cerró las manos. Se quedó
pensando y luego sonrió extrañamente-. Le pediré un poco de... paz y tranquilidad. -Tocó
el cohete-. Hace mucho, mucho tiempo... que no descanso.
-¿Ha intentado descansar alguna vez, capitán?
-No comprendo -dijo Hart.
-No importa. Adiós, capitán.
-Adiós, señor Martin.
La tripulación se había reunido en el prado. Sólo tres seguirían con Hart. Los otros siete
se quedaban con Martin.
El capitán Hart les echó una ojeada y murmuró su veredicto:
-¡Pobres tontos!
Fue el último en meterse por la escotilla. Hizo un saludo y se rió secamente. La
portezuela se cerró.
El cohete se elevó sobre un pilar de fuego.
Martin lo vio alejarse y desaparecer.El alcalde, sostenido por algunos hombres, llamó a Martin desde el borde del prado.
-Se ha ido -dijo Martin, acercándose.
-Sí, pobre hombre, se ha ido -dijo el alcalde-. Y seguirá buscando, planeta tras planeta,
y siempre llegará una hora después, media hora después, o diez minutos después, o un
minuto después. Y un día lo perderá por unos pocos segundos. Y cuando haya visitado
trescientos planetas, y tenga setenta u ochenta anos de edad, lo perderá por una fracción
de segundo, y luego por una fracción todavía más pequeña. Y así seguirá y seguirá,
pensando que va a encontrar lo que ha dejado aquí, en este planeta, en este mismo
pueblo...
Martin miró fijamente al alcalde.
El alcalde extendió una mano.
-¿Alguien lo ha dudado acaso? -Se volvió hacia los otros y les hizo una seña-. Vamos.
No hay que hacerlo esperar.
Los hombres entraron en la ciudad.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Poema del alma inundada



I

Las gotas caen
y los empalmes rebalsan
Caen,
y las baldosas explotan
Se derraman,
se derrumban

La paciencia se deshace
en penumbras
en penurias

II

Mujeres desposeídas
plantadas
bien servidas
bien venidas
Santificadas,
por mí anheladamente creadas
Ellas,  las del alma hecha gota
las del amor degeneradas

III

Llueve y no es el cielo
si no yo
cansada, de que llueva
aburrida, de domingos a la tarde
peinada, sin ver la tarde soleada
esperando, diluviándome anidada

No soy yo y ya no me pertenezco
Sinceramente, esperaba otra cosa
Y  no hay nada que hacerle,
cuando el agua se sale de las baldosas



PARA ESCUCHAR: https://soundcloud.com/natalia-garcia-139/poema-del-alma-inundada





BANKSY, Regents Canal, Camden, Londres

https://www.youtube.com/watch?v=YxBrZc4ychY






La esperanza 
es la carga más pesada
que un hombre puede cargar
Esa es la desgracia del idealista

Raimundo Arruda Sobrinho, El Condicionado

https://www.youtube.com/watch?v=v5dY2AoN2Xo
(lo que te salva es lo que de verdad sos)





Poema del alma inundada



I

Las gotas caen
y los empalmes rebalsan
Caen,
y las baldosas explotan
Se derraman,
se derrumban

La paciencia se deshace
en penumbras
en penurias

II

Mujeres desposeídas
plantadas
bien servidas
bien venidas
Santificadas,
por mí anheladamente creadas
Ellas,  las del alma hecha gota
las del amor degeneradas

III

Llueve y no es el cielo
si no yo
cansada, de que llueva
aburrida, de domingos a la tarde
peinada, sin ver la tarde soleada
esperando, diluviándome anidada

No soy yo y ya no me pertenezco
Sinceramente, esperaba otra cosa
Y  no hay nada que hacerle,
cuando el agua se sale de las baldosas



PARA ESCUCHAR: https://soundcloud.com/natalia-garcia-139/poema-del-alma-inundada





BANKSY, Regents Canal, Camden, Londres

https://www.youtube.com/watch?v=YxBrZc4ychY






La esperanza 
es la carga más pesada
que un hombre puede cargar
Esa es la desgracia del idealista

Raimundo Arruda Sobrinho, El Condicionado

https://www.youtube.com/watch?v=v5dY2AoN2Xo
(lo que te salva es lo que de verdad sos)





lunes, 21 de septiembre de 2015

en la búsqueda de la razón



casarse para tener obra social
estar con alguien para no estar solo
no viajar porque el avión se puede caer
no preguntar porque podes saber la verdad
sacarse los ojos para no tener que ver
comer chicle para no comer
cortarse la le lengua para no hablar
mirar para abajo para no ver
no vivir para vivir más


no nací para esto

(pero al menos puedo elegir)




hoy hace 10 años que ni Florencia ni su familia pueden festejar su cumpleaños


https://www.youtube.com/watch?v=1B2IyN4f_SE







yo escribo pavadas, ellos quieren decir esto:

http://tn.com.ar/policiales/donde-estan-el-caso-de-florencia-penacchi_407250

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-9572-2015-03-20.html

http://www.tvpublica.com.ar/articulo/diez-anos-sin-florencia-pennachi/





en la búsqueda de la razón



casarse para tener obra social
estar con alguien para no estar solo
no viajar porque el avión se puede caer
no preguntar porque podes saber la verdad
sacarse los ojos para no tener que ver
comer chicle para no comer
cortarse la le lengua para no hablar
mirar para abajo para no ver
no vivir para vivir más


no nací para esto

(pero al menos puedo elegir)




hoy hace 10 años que ni Florencia ni su familia pueden festejar su cumpleaños


https://www.youtube.com/watch?v=1B2IyN4f_SE







yo escribo pavadas, ellos quieren decir esto:

http://tn.com.ar/policiales/donde-estan-el-caso-de-florencia-penacchi_407250

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-9572-2015-03-20.html

http://www.tvpublica.com.ar/articulo/diez-anos-sin-florencia-pennachi/





viernes, 18 de septiembre de 2015

Releer



 La falta de inspiración se parece mucho a la falta de fé. Es tedio. Es la imposibilidad de dar vuelta el cuaderno a esa nueva página que aterra, que de tan blanca da miedo, que de tan buena no la entiendo, y llenarla de vida. Es todo lo contrario a eso.

Yo, que nunca podré ser conformista, escribo igual. Con algo de entusiasmo y 87% auto convencimiento,  tomo una nueva página y vuelvo a escribir. Vuelvo, eso es lo que yo hago, lo que yo sé hacer. No me voy de mi misma ni de mi deseo. Voy igual. Voy de nuevo.

Escribo menos de lo que quisiera. Empiezo con esperanza, me seduce el movimiento del lápiz. Releo y es una mierda. La experiencia fue buena. Vuelvo a ser yo, yo escribiendo. Yo haciendo lo que sé hacer. Yo haciéndolo bien de nuevo. Yo sintiéndolo de nuevo. Releo y es una mierda.

Nadie te avisa que la inspiración se acaba. Que puede llegar a no ser divertido. Hablan del arte, del amor al arte, del amor y del arte. Existe, es real, no digo que mienten. Hay palabras dentro mío que se ordenan solas y yo juego a que las entiendo. No tengo idea de nada de lo que pasa en el medio, estoy en trance, soy un alma conectada a su amo creador. No entiendo como sucede cuando sale bien, solo sé que El lo hace por mí. Yo no lo sé hacer, pasa por dentro mío como tren prendido fuego que me incinera pero yo al final nunca muero. Llego  a una estación aceptable. Sucede bien y quiero seguir escribiendo.

Otras veces sucede, ahora sucede, que el paisaje continúa siendo pintoresco. El sillón es cómodo, la compañía es cálida. Pero  el trance es corto y no llego a entregarme. Sucede que el lápiz me cuenta algo que me entusiasma pero no me lo termina de contar. Sucede que no me satisface la ciudad a la que llego, que no hay vida que la habite, que yo quería ir más lejos. Releo y es una mierda.


PARA ESCUCHAR: https://soundcloud.com/natalia-garcia-139/releer



British Museum, la muestra era sobre todos los medicamentos que consume una mujer en su vida.

https://www.youtube.com/watch?v=6uaXtiRoHpg


https://www.youtube.com/watch?v=8iWQzY9zYe0



Ajedrez, de Jorge Luis Borges


En su grave rincón, los jugadores 
rigen las lentas piezas. El tablero 
los demora hasta el alba en su severo 
ámbito en que se odian dos colores. 

Adentro irradian mágicos rigores 
las formas: torre homérica, ligero 
caballo, armada reina, rey postrero, 
oblicuo alfil y peones agresores. 

Cuando los jugadores se hayan ido, 
cuando el tiempo los haya consumido, 
ciertamente no habrá cesado el rito. 

En el Oriente se encendió esta guerra 
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. 
Como el otro, este juego es infinito. 

II 

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada 
reina, torre directa y peón ladino 
sobre lo negro y blanco del camino 
buscan y libran su batalla armada. 

No saben que la mano señalada 
del jugador gobierna su destino, 
no saben que un rigor adamantino 
sujeta su albedrío y su jornada. 

También el jugador es prisionero 
(la sentencia es de Omar) de otro tablero 
de negras noches y de blancos días. 

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. 
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza 
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

Aquí leído por él mismo, y yo me hago la moderna con soundcloud: https://www.youtube.com/watch?v=6knchcz-da4

Releer



 La falta de inspiración se parece mucho a la falta de fé. Es tedio. Es la imposibilidad de dar vuelta el cuaderno a esa nueva página que aterra, que de tan blanca da miedo, que de tan buena no la entiendo, y llenarla de vida. Es todo lo contrario a eso.

Yo, que nunca podré ser conformista, escribo igual. Con algo de entusiasmo y 87% auto convencimiento,  tomo una nueva página y vuelvo a escribir. Vuelvo, eso es lo que yo hago, lo que yo sé hacer. No me voy de mi misma ni de mi deseo. Voy igual. Voy de nuevo.

Escribo menos de lo que quisiera. Empiezo con esperanza, me seduce el movimiento del lápiz. Releo y es una mierda. La experiencia fue buena. Vuelvo a ser yo, yo escribiendo. Yo haciendo lo que sé hacer. Yo haciéndolo bien de nuevo. Yo sintiéndolo de nuevo. Releo y es una mierda.

Nadie te avisa que la inspiración se acaba. Que puede llegar a no ser divertido. Hablan del arte, del amor al arte, del amor y del arte. Existe, es real, no digo que mienten. Hay palabras dentro mío que se ordenan solas y yo juego a que las entiendo. No tengo idea de nada de lo que pasa en el medio, estoy en trance, soy un alma conectada a su amo creador. No entiendo como sucede cuando sale bien, solo sé que El lo hace por mí. Yo no lo sé hacer, pasa por dentro mío como tren prendido fuego que me incinera pero yo al final nunca muero. Llego  a una estación aceptable. Sucede bien y quiero seguir escribiendo.

Otras veces sucede, ahora sucede, que el paisaje continúa siendo pintoresco. El sillón es cómodo, la compañía es cálida. Pero  el trance es corto y no llego a entregarme. Sucede que el lápiz me cuenta algo que me entusiasma pero no me lo termina de contar. Sucede que no me satisface la ciudad a la que llego, que no hay vida que la habite, que yo quería ir más lejos. Releo y es una mierda.


PARA ESCUCHAR: https://soundcloud.com/natalia-garcia-139/releer



British Museum, la muestra era sobre todos los medicamentos que consume una mujer en su vida.

https://www.youtube.com/watch?v=6uaXtiRoHpg


https://www.youtube.com/watch?v=8iWQzY9zYe0



Ajedrez, de Jorge Luis Borges


En su grave rincón, los jugadores 
rigen las lentas piezas. El tablero 
los demora hasta el alba en su severo 
ámbito en que se odian dos colores. 

Adentro irradian mágicos rigores 
las formas: torre homérica, ligero 
caballo, armada reina, rey postrero, 
oblicuo alfil y peones agresores. 

Cuando los jugadores se hayan ido, 
cuando el tiempo los haya consumido, 
ciertamente no habrá cesado el rito. 

En el Oriente se encendió esta guerra 
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. 
Como el otro, este juego es infinito. 

II 

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada 
reina, torre directa y peón ladino 
sobre lo negro y blanco del camino 
buscan y libran su batalla armada. 

No saben que la mano señalada 
del jugador gobierna su destino, 
no saben que un rigor adamantino 
sujeta su albedrío y su jornada. 

También el jugador es prisionero 
(la sentencia es de Omar) de otro tablero 
de negras noches y de blancos días. 

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. 
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza 
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

Aquí leído por él mismo, y yo me hago la moderna con soundcloud: https://www.youtube.com/watch?v=6knchcz-da4

domingo, 23 de agosto de 2015

La otra mejilla



Curiosidad en el rostro,
Dolores violentamente repetidos
dos días, y la angosta puerta de la salvación
, un milagro tal, solo un poeta puede obrarlo

A despecho nuestro nos atrapó el remolino;
abducidos a aquel apacible rincón del cielo
donde solo para el poeta florecen los goces puros
Todo surge ahí, en el fondo de nuestro pecho mutuo
Lo que es bueno de verdad,
permanece intacto para la posteridad
Tened, pues, valor y mostraros ejemplar
Razón. Inteligencia. Sentimiento y pasión
, no olvidar la locura

Tan añorado guiso debe salirnos bien
- Haceos cargo que tenéis madera tierna para cortar
Qué soñás en tus poéticas alturas?
La mitad de ellos parecen fríos,
la otra mitad son unos groseros

Os lo repito; dad más y siempre más
y de esta suerte nunca dejareis de lograr vuestro objetivo
Pero, qué sentís? entusiasmo o dolor?
quién divide el curso de esta siempre uniforme sucesión?
vivificándola, para que se mueva de un modo rítmico?
quién hace desatar furiosa la tormenta de las pasiones?

Utilizad, pues, esos bellos poderes
Meted la mano en plena vida humana
Todos lo viven. Pero pocos lo conocen
poca luz. Mucha verdad
y una pisquita de error
Salta su amor espumante sobre mí

Principio de negación, uno de los peores infiernos
Si no hubierais perdido la costumbre de reírse
Y ninguna otra cosa, próxima ni lejana
basta a satisfacer mi corazón profundamente agitado.




Egon Schiele


https://www.youtube.com/watch?v=JrU8VGJXU68
i´m ready, i´m ready to go




Invictus, de William Henley

Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
doy gracias al dios que fuere
por mi alma inconquistable.
En las garras de las circunstancias
no he gemido ni llorado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza sangra, pero está erguida.
Más allá de este lugar de ira y llantos
donde yace el horror de la sombra,
la amenaza de los años
me halla, y me hallará sin temor.
No importa cuán estrecho sea el camino,
ni cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma.




El lujo del encuentro

Dejemos de ser dos humanos, para ser dos almas Dejemos los cuerpos, fusionemos en solo uno Dejemos también el tiempo, sé mi eterno instante ...